Se trata de la increíble historia de un carpintero de 50
años que quedó atrapado por el fuego en el paraje El Turbio. Con el cuchillo,
le hizo señas a un piloto chileno que volaba sobre el lugar y fue rescatado. Un
milagro en medio de la desgracia. (Fuente: Diario San Rafael)
El cuchillo
Margarita Schultz
Estaba clavando el último
tablón del refugio cuando comenzó a oler el humo. No era el conocido olor del
carbón con el cual, más abajo y cerca de la ruta, los otros carpinteros
preparaban sus asados de mediodía. Este olor a humo era diferente, olía a
madera fresca. Recorrió con la mirada las cumbres boscosas en todas direcciones
y entonces la vio, a espaldas del refugio que estaba construyendo.
Era una columna de humo que
se dispersaba veloz desde la zona de las altas cumbres, donde los alerces
antiguos y las araucarias, más antiguas aun, guardaban su postura de siglos. Ahora las ramas superiores, en su verdor
oscuro, se agitaban, movidas por el viento del atardecer y sacudidas por las
llamas -ese otro follaje, rojizo y anaranjado.
La columna de humo ya se había
hecho nube, y el estruendo del incendio conquistó el silencio, de costumbre ocupado
por los pájaros y el rumor del follaje.
Intensos eran los
quejidos de los árboles articulados como vociferantes protestas ante el fuego.
Rosendo, a sus cincuenta
años, sabía de estas cosas. Sin perder un momento se sacó el pañuelo del cuello
con el cual recogía el sudor producido por el trabajo esforzado. Lo sumergió en
el balde y se lo amarró hacia atrás chorreando agua en torno de la nariz y la
boca.
Sí, sabía de esas cosas,
y que el humo en seguida podría desmayarlo y sería el fin. Su olor a carne
quemada iría a sumarse a los sahumerios de los árboles vivos en destrucción…
Se tiró de bruces sin
mirar dónde. Algo le dolió en el abdomen, era el martillo que acababa de
caérsele de las manos. Alcanzó a ajustarse el cinturón de trabajo, donde insertaba
el martillo, donde siempre tenía su cuchillo de monte, regalo de su padre. Con
ese cuchillo cortaba las lonjas de carne jugosa y la tajada de pan.
-Hay que salir de aquí!
…fue su certeza espontánea,
y comenzó a arrastrarse sin piedad, buscando la senda de bajada, más despejada
aunque agresiva por sus piedras y guijarros. Tenía ya las palmas incrustadas de
piedrecitas y las rodillas a la vista por la rotura del pantalón. Por momentos
se vio sumergido en la nube olorosa a bosque quemado. Nada veía, salvo los
nacimientos de los árboles, raíces, hojas añejas.
Una liebre del monte
escapaba del fuego a grandes brincos apoyándose en sus patas traseras. Los
pájaros ya habían huído…
No se levantó de su
posición reptante aunque ya la fatiga por ese desplazarse, lo tentaba. Debía
bajar y bajar de ese modo y tratar de encontrar
el desvío hacia el lago Puelo, más amable que la montaña ruda.
-Si llego me salvo aunque
tenga que mantenerme dentro del agua.
Algo se desplomó a un
costado levantando a la vez una polvareda, eran unas rocas medianas, sacudidas
por alguna raíz que no pudo contenerse en su sitio. No lo aplastaron por casualidad.
Aguardó unos instantes paralizado por lo que pudo ser. Las esquivó rodeando el
montículo en medio del polvo alborotado por la caída.
Por un momento pensó en
despojarse de su cinturón, porque el cuchillo se le enredaba en las ramas
bajas, pero la fatiga lo disuadió.
Continuó por una zona de
zarzamoras, pinchudas y lacerantes, pero
no había cómo eludirlas. Ni soñar de
pasar por debajo de la maraña de ramas, hojas, espinas, moras pasas y moras por
madurar.
La camisa parda se había
manchado aquí y allá por la sangre de sus lastimaduras. Otro tanto el pantalón,
deslucido por el tiempo.
Estaba insensible a toda
cosa que no fuera ese humo envolvente, el ruido del crepitar y el fuego que
avanzaba tenaz en todas direcciones. Ni dolor sentía en su afán por sobrevivir.
Siguió. Llegó a un bosquecillo tierno, tapado de renovales. Yuyos frescos le
brindaron su jugo con lo que pudo calmar un poco la sed al masticarlos.
La tierra, bajo su cuerpo
de serpiente, había cambiado un poco el grado de sequedad. Lo gobernó la ilusión
de estar cerca del lago. No aflojó el empeño y siguió arrastrándose por debajo
de las ramas bajas, a escasos centímetros de la niebla de humo espesa. La
humedad de su pañuelo se había secado, pero aun así le cubría la boca y la
nariz.
-No tengo que respirar el
humo, no tengo que respirar el humo.
La idea golpeaba su
cabeza y aportaba energía a su cansancio.
Cuando llegó a la orilla
arenosa del lago se puso a beber a sorbos medidos el agua helada, y se desplomó.
…
El piloto del avión
hidrante levantó vuelo por tercera vez en ese día. Llevaba más de quince jornadas
auxiliando a las cuadrillas que combatían el fuego del lado argentino. Descargaba
su lluvia, que parecía inútil, muy cerca de donde continuaban cavando zanjas
las cuadrillas de combatientes. El aeródromo estaba situado en una planicie
bastante alta, al otro lado de la frontera. Pero la frontera era allí solo un
nombre.
El piloto debía hacer una
amplia curva para encarar el aterrizaje entrando por la quebrada norte del
pequeño valle. No había otra forma de acercarse.
Un relumbre, junto
al lago, lo llamó desde abajo. Pensó primero que podría tratarse de piedras con
mica, que relumbran con el sol. Pero la luz era muy amplia e intensa para ser micas, además, aparecía y desaparecía
con un ritmo intrigante. Descendió un poco de costado para ver mejor, y
entonces lo vio. Era un hombre postrado junto al agua, sobre la arena gris de
la orilla, con una mano movía algo que brillaba al sol, a intervalos cortos.
Conectó la radio y dio
aviso a las autoridades de Parques Nacionales. En pocas horas rescataron al
hombre con un helicópero de gendarmería. Pese a estar junto al agua, estaba
casi deshidratado, ojos hundidos, ojeras marcadas, barba crecida, lengua seca, sin
fuerzas pero vivo.
-¿Qué comió durante los
veinte días que estuvo perdido?, -le preguntó el periodista al entrevistarlo
cuando lo bajaron directo a una camilla. Rosendo lo miró largamente sin
responder.
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