miércoles, 1 de abril de 2015

El cuchillo. Cuento


Se trata de la increíble historia de un carpintero de 50 años que quedó atrapado por el fuego en el paraje El Turbio. Con el cuchillo, le hizo señas a un piloto chileno que volaba sobre el lugar y fue rescatado. Un milagro en medio de la desgracia. (Fuente: Diario San Rafael)





El cuchillo

Margarita Schultz



Estaba clavando el último tablón del refugio cuando comenzó a oler el humo. No era el conocido olor del carbón con el cual, más abajo y cerca de la ruta, los otros carpinteros preparaban sus asados de mediodía. Este olor a humo era diferente, olía a madera fresca. Recorrió con la mirada las cumbres boscosas en todas direcciones y entonces la vio, a espaldas del refugio que estaba construyendo.



Era una columna de humo que se dispersaba veloz desde la zona de las altas cumbres, donde los alerces antiguos y las araucarias, más antiguas aun, guardaban su postura de siglos.  Ahora las ramas superiores, en su verdor oscuro, se agitaban, movidas por el viento del atardecer y sacudidas por las llamas -ese otro follaje, rojizo y anaranjado.

La columna de humo ya se había hecho nube, y el estruendo del incendio conquistó el silencio, de costumbre ocupado por los pájaros y el rumor del follaje.

Intensos eran los quejidos de los árboles articulados como vociferantes protestas ante el fuego.

Rosendo, a sus cincuenta años, sabía de estas cosas. Sin perder un momento se sacó el pañuelo del cuello con el cual recogía el sudor producido por el trabajo esforzado. Lo sumergió en el balde y se lo amarró hacia atrás chorreando agua en torno de la nariz y la boca.



Sí, sabía de esas cosas, y que el humo en seguida podría desmayarlo y sería el fin. Su olor a carne quemada iría a sumarse a los sahumerios de los árboles vivos en destrucción… 

Se tiró de bruces sin mirar dónde. Algo le dolió en el abdomen, era el martillo que acababa de caérsele de las manos. Alcanzó a ajustarse el cinturón de trabajo, donde insertaba el martillo, donde siempre tenía su cuchillo de monte, regalo de su padre. Con ese cuchillo cortaba las lonjas de carne jugosa y la tajada de pan.



-Hay que salir de aquí!



…fue su certeza espontánea, y comenzó a arrastrarse sin piedad, buscando la senda de bajada, más despejada aunque agresiva por sus piedras y guijarros. Tenía ya las palmas incrustadas de piedrecitas y las rodillas a la vista por la rotura del pantalón. Por momentos se vio sumergido en la nube olorosa a bosque quemado. Nada veía, salvo los nacimientos de los árboles, raíces, hojas añejas.

Una liebre del monte escapaba del fuego a grandes brincos apoyándose en sus patas traseras. Los pájaros ya habían huído…

No se levantó de su posición reptante aunque ya la fatiga por ese desplazarse, lo tentaba. Debía bajar y bajar de ese modo y  tratar de encontrar el desvío hacia el lago Puelo, más amable que la montaña ruda.



-Si llego me salvo aunque tenga que mantenerme dentro del agua.



Algo se desplomó a un costado levantando a la vez una polvareda, eran unas rocas medianas, sacudidas por alguna raíz que no pudo contenerse en su sitio. No lo aplastaron por casualidad. Aguardó unos instantes paralizado por lo que pudo ser. Las esquivó rodeando el montículo en medio del polvo alborotado por la caída.

Por un momento pensó en despojarse de su cinturón, porque el cuchillo se le enredaba en las ramas bajas, pero la fatiga lo disuadió.



Continuó por una zona de zarzamoras,  pinchudas y lacerantes, pero no había cómo eludirlas.  Ni soñar de pasar por debajo de la maraña de ramas, hojas, espinas, moras pasas y moras por madurar.

La camisa parda se había manchado aquí y allá por la sangre de sus lastimaduras. Otro tanto el pantalón, deslucido por el tiempo.

Estaba insensible a toda cosa que no fuera ese humo envolvente, el ruido del crepitar y el fuego que avanzaba tenaz en todas direcciones. Ni dolor sentía en su afán por sobrevivir. Siguió. Llegó a un bosquecillo tierno, tapado de renovales. Yuyos frescos le brindaron su jugo con lo que pudo calmar un poco la sed al masticarlos.

La tierra, bajo su cuerpo de serpiente, había cambiado un poco el grado de sequedad. Lo gobernó la ilusión de estar cerca del lago. No aflojó el empeño y siguió arrastrándose por debajo de las ramas bajas, a escasos centímetros de la niebla de humo espesa. La humedad de su pañuelo se había secado, pero aun así le cubría la boca y la nariz.



-No tengo que respirar el humo, no tengo que respirar el humo.



La idea golpeaba su cabeza y aportaba energía a su cansancio.



Cuando llegó a la orilla arenosa del lago se puso a beber a sorbos medidos el agua helada, y se desplomó. illob﷽﷽﷽﷽ sobrevivir. Siguió. Lle maraña de ramas, hojas, espinas, moras muertas.







El piloto del avión hidrante levantó vuelo por tercera vez en ese día. Llevaba más de quince jornadas auxiliando a las cuadrillas que combatían el fuego del lado argentino. Descargaba su lluvia, que parecía inútil, muy cerca de donde continuaban cavando zanjas las cuadrillas de combatientes. El aeródromo estaba situado en una planicie bastante alta, al otro lado de la frontera. Pero la frontera era allí solo un nombre. 

El piloto debía hacer una amplia curva para encarar el aterrizaje entrando por la quebrada norte del pequeño valle. No había otra forma de acercarse.



Un relumbre, junto al lago, lo llamó desde abajo. Pensó primero que podría tratarse de piedras con mica, que relumbran con el sol. Pero la luz era muy amplia e intensa para ser micas, además, aparecía y desaparecía con un ritmo intrigante. Descendió un poco de costado para ver mejor, y entonces lo vio. Era un hombre postrado junto al agua, sobre la arena gris de la orilla, con una mano movía algo que brillaba al sol, a intervalos cortos.



Conectó la radio y dio aviso a las autoridades de Parques Nacionales. En pocas horas rescataron al hombre con un helicópero de gendarmería. Pese a estar junto al agua, estaba casi deshidratado, ojos hundidos, ojeras marcadas, barba crecida, lengua seca, sin fuerzas pero vivo.



-¿Qué comió durante los veinte días que estuvo perdido?, -le preguntó el periodista al entrevistarlo cuando lo bajaron directo a una camilla. Rosendo lo miró largamente sin responder. 




No hay comentarios:

Publicar un comentario