Navidad en Tierra de Nadie[i]
Margarita
Schultz
El tableteo de las ametralladoras
llevaba días, interrumpido apenas por puntuales cañoneos.
Las tropas alemanas estaban
atrincheradas a no más de 100 m de distancia. ¿Y entre medio? La Tierra de
Nadie…
En las trincheras, con los fusiles
apoyados sobre la tierra helada sobrevivían su vida soldados de un batallón. Algunos, peleando contra el sueño, otros, apoyados junto al barro compacto, miraban por
sobre el borde los relumbres de los disparos cada vez más cercanos. Las
escaramuzas se cruzaban de improviso, con la velocidad del rayo. Quedaban
después, en ese espacio de nadie, los cuerpos de los muertos y las quejas sin
fuerza de los moribundos.
Recostado contra la pared de la
trinchera, apenas recubierta por unas tablas para evitar desmoronamientos, un
soldado escribía una carta para su amada, iluminado por un pequeño farol de aceite
cubierto con un trapo. Un cohete cruzó el cielo nocturno con un silbido
aterrador y fue a explotar más allá, a metros de la trinchera.
El soldado escribía, apoyada la hoja sobre
el revés de su plato de aluminio. Enérgico sonó el grito de su Sargento: − ¡Chester!
¡Maldito cochino! ¡Apaga esa luz! ¡¿Nos quieres ver morir a todos?!
Pero, el soldado estaba como inmerso en
una pompa de jabón. Allí buscaba los recuerdos de aquella despedida que
tuvieron su amada y él, en una pequeña calle de Dover. La fatiga acumulada, la
suciedad, los estruendos entreverados del combate, no le impedían escribirle
sobre su amor, una vez más.
Esa carta seguiría la misma ruta que las
anteriores: el fondo nunca bien seco de su mochila. En esos días, nadie venía
con cartas, nadie las llevaba para entregarlas. La situación frenaba cualquier
desplazamiento, − ¡Hasta nuevo aviso! –fue
esta vez el grito desaforado del Sargento que recorría la trinchera dando
órdenes con voz ronca. Era su manera de intentar proteger a sus soldados.
Ya habían perdido a varios camaradas.
Los que habían logrado rescatar, desde la Tierra de Nadie, yacían en una fosa única,
en un extremo. La mayoría de los combatientes había aprendido,
también, a tragarse el dolor de esas pérdidas.
Al otro lado de la Tierra de Nadie, en
la trinchera alemana, recostado contra la pared de barro apenas recubierta por
unas tablas para evitar desmoronamientos, un soldado escribía una carta para su
madre. Omitía el horror y solo ponía en el papel palabras de amor y ternura, y algunos
detalles sobre la infame comida. Esa carta seguiría la misma ruta que las
anteriores, el fondo de su mochila. Los tableteos de las ametralladoras, las
estampidas ocasionales de los cañones lo movían a tratar de taparse los oídos
con ambas manos. La vela encendida, pegada en el revés de su plato de aluminio,
casi no daba luz; iba cincelando las últimas formas de la chorreadura de cera
antes de apagarse. El soldado escribía apoyado sobre la caja del
radiotransmisor. Era el encargado de las comunicaciones…
Detalles en los uniformes embadurnados
de lodo daban, a cada lado, indicios de la diferente nacionalidad: a primera
vista, los cascos. Sin embargo, los emparejaba la consigna recibida de matar al
enemigo. Estaban, de modo similar, devastados por el cansancio y el hambre, el dolor, la incertidumbre
y el miedo. El miedo representaba allí el rostro de la Vida; los muertos no
temían.
Era el inicio de la Nochebuena, vísperas
de la Navidad.
A lo lejos se divisaban resplandores de
estallidos. Un silencio inusual en medio de la negrura, en la parte
alemana, sorprendió a quienes hacían guardia; un silencio profundo como el de
la calma que precede a una tormenta. El batallón permaneció alerta, las armas
listas, preparados para un eventual ataque masivo...
Sin embargo, vieron aparecer unas
temblorosas, tenues luces. Avanzaban con lentitud, como si en verdad estuvieran
clavadas en su sitio. Venían desde la trinchera inglesa, la de los enemigos.
Alguien en su desesperación y locura
había tomado la iniciativa.
Paso a paso algunos soldados ingleses fueron avanzando
en la neutralidad de la Tierra de Nadie. Llevaban velas encendidas, le cera
caliente les quemaba los dedos, pero no sentían dolor. Los del batallón continuaron
avanzando, expectantes. Y alcanzaron a ver, en medio de la oscuridad, unos
trapos blanquecinos, movedizos. Estaban siendo agitados por soldados enemigos
que avanzaban desde las trincheras alemanas.
Así fue hasta quedar frente a frente, en un estado de paz impremeditada y efímera. Al momento se oyó en la noche el canto de un villancico y otros y más. Se mezclaron los idiomas, letras y melodías en un milagroso quodlibet.
Así se tejió la fuerza de
una Tregua de Nochebuena, con las fibras humanas, íntegras pese a todo…
La Tierra de Nadie fue durante ese
tiempo nocturno, Tierra de Todos. El estruendo de las armas se había detenido. Al menos
por unas horas un silencio bendito dejó lugar a las canciones, las miradas, sonrisas, intercambios de cigarrillos y de botones de chaquetas. Surgieron apretones de manos,
las que, aunque de modo inestable, dejaron de sostener fusiles.
Un cielo oscuro, profuso en estrellas,
fulgía como horizonte, por encima de todos.
…………..
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[i]
La
Tregua de Navidad
La tregua comenzó en la víspera de la Navidad el 24 de
diciembre de 1914, cuando las tropas alemanas comenzaron a decorar
sus trincheras, luego continuaron con su celebración cantando
villancicos: específicamente "Stille Nacht" (Noche de paz). Las
tropas británicas en las trincheras al otro lado respondieron entonces
con villancicos en inglés.
Apenas unas horas antes, ambos lados estaban tratando desesperadamente de matarse entre sí.
Pero durante un breve período durante la Navidad de
1914, las balas, las bombas y el derramamiento de sangre en el frente
occidental durante la Gran Guerra dieron paso a un precioso momento de paz
festiva. (Fragmento).
Fuente: The Daily Mirror UK
Autora del artículo acerca de La Tregua de Navidad:
Melissa Thompson 26-12-2012
16 millones de personas murieron durante esos cuatro
años
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